"No somos Gran Hermano", aseguran, mientras aclaran que los implantes son voluntarios y no sirven para rastrear
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Implantarse un microchip de identificación bajo la piel es, para algunos, el siguiente paso natural hacia el Internet de las Cosas y una puerta hacia un futuro en el que la tecnología estará al servicio del ser humano, directamente incrustada en su cuerpo.
Para otros, que una empresa proponga a sus empleados que se injerten en el organismo una ‘cápsula’ para abrir puertas o acceder al ordenador supone una pérdida de libertad y privacidad en una carrera hacia una sociedad donde la tecnología, al servicio de gobiernos y empresas, sirve para controlar a los ciudadanos.
«No somos Gran Hermano y no podemos rastrear a nuestros empleados con el chip (...) Es sólo una manera más fácil de abrir las puertas o acceder a tu ordenador. Es completamente voluntario», explica Tim Pauwels, socio director de NewFusion, una empresa belga de software especializada en marketing digital que ha implantado un chip a varios de sus empleados.
El dispositivo, similar al que se utiliza para identificar a las mascotas, consiste en una funda de cristal poco más grande que un grano de arroz con tecnología de identificación por radiofrecuencia (RFDI) y una memoria de 868 bytes.
La tecnología RDFI puede ser activa, cuando emite señales rastreables y cuya aplicación es corriente en almacenes industriales o en la ganadería, o pasiva, como la que hicieron implantar en diciembre en siete de los doce trabajadores de NewFusion.
En el caso de los seres humanos, el chip se inserta en la mano, entre el índice y el pulgar, y funciona como una matrícula cuyo número de serie puede cambiarse desde una aplicación del teléfono móvil. No contiene ningún dato del usuario y no emite señales que permitan localizarle, sino que sustituye a las tarjetas personales comunes en muchas compañías.
«Los que no quieren el chip pueden utilizar la tarjeta. Algunos de nuestros empleados, especialmente mujeres, usan un anillo o un brazalete con la misma tecnología dentro», comenta Pauwels.
El chip se puede adquirir en China desde 20 céntimos de euro la unidad, pero los que escogieron en NewFusion se fabrican en Estados Unidos, cuestan 100 euros y vienen con un set de instalación esterilizado.
Lo implanta un tatuador con una jeringuilla del mismo calibre que las que se emplean para donar sangre. Se siente el pinchazo, dicen, pero después el dolor desaparece y queda una pequeña marca en la piel, aunque en algunos casos se puede distinguir el implante en forma de pequeña protuberancia.
«No puedes rastrear a nadie porque no tiene GPS ni otro sistema de geolocalización» y «un profesional puede retirarlo o reemplazarlo fácilmente», subraya el fundador de NewFusion, Vincent Nys, que considera «ingenuo pensar que nuestra localización y nuestra privacidad son seguros».
«Si caminas por Londres, te pueden rastrear todo el tiempo a través de las cámaras de seguridad. Lo mismo con el teléfono... Debería abrirse un debate sobre qué información aceptas compartir con el mundo y cuál no, en lugar de que gobiernos o grandes organizaciones como Facebook o Google decidan lo que hacen con tus datos», añade Nys.
La idea en esa empresa belga de Malinas, situada entre Bruselas y Amberes y con una plantilla joven y una cultura abierta a la innovación, surgió «de los empleados que perdían su tarjeta para abrir la puerta».
La compañía ya utilizaba ese tipo de tecnología inalámbrica en algunos de los productos que diseñan y les pareció «natural» aplicarlo a sus propias oficinas. Y de paso beneficiarse del impacto mediático de la maniobra.
El empresario apunta a otras aplicaciones potenciales de estos chips, como sustituir a los pasaportes, las tarjetas bancarias y abonos de transporte o incluir información médica que para conocer el tipo sanguíneo de un herido inconsciente al que hay que atender urgentemente, o si es alérgico a algún medicamento.